
Realmente hay algo repelente en quienes se llaman a sí mismos intelectuales, creativos o artistas.No pasa nada cuando a alguien otra persona lo define de esa forma; el problema es la utilización de estas definiciones para aplicarlas a uno mismo.
La gráfica generativa, al igual que sucede con cualquiera de sus primas de modalidad (la música, los motion graphics o las piezas de diseño en 3 dimensiones), nos posibilita un acercamiento “divino” al acto creativo.
En muchas oportunidades, de una forma u otra, entre colegas o con clientes, ha surgido el debate sobre dónde se refleja más la demanda y el interés social, si en medios masivos o en los medios digitales con sus correspondientes capilarizaciones en los medios sociales.
A lo largo del ancho, profundo, permanente y superabundante flujo de información acerca de la Covid-19 en el que aún estamos inmersos (pugnando por mantenernos a flote, diría), podríamos discriminar entre el buen y el mal contenido que venimos recibiendo.
El artista es antes alguien que presiente que alguien que sabe. Palpa lo que le rodea (pero que aún no ve), encuentra y saca una cosa a la luz. Sospecha que por allí hay algo, pero al verlo es el primer sorprendido, quien primero se expone. Su razón de ser es arrancarle objetos a la invisibilidad; arrebatarle cosas al estómago de la oscuridad…
Cada molécula de realidad porta y merece belleza. Todo momento (no cualquier momento) es un momento especial.
Comprar el equipo de gimnasia no es la parte más difícil de mi propósito de perder peso: lo es seguir usándolo en abril, en mayo. La identidad declarativa, esa de “somos tal y cual cosa” es la parte sencilla del asunto: tardo en definirla tanto como en escribir un pequeño relato, un cuento. Ponerla en práctica, hacerla actividad, es la parte difícil.
Una de las cosas que nos caracteriza como especie (aunque no me sorprendería descubrir algún día la noticia de que no somos los únicos), es nuestra necesidad de nombrar y nuestro copioso ejercicio de la nominación. Les ponemos nombres a las cosas; no a todas -infinidad de cosas no tienen nombre- pero sí a aquellas que nos sirven para algo, sea esto lo que sea. Hay gestos que hacen los bebés que no tienen nombre, hay cosas muy pequeñas que juntamos al barrer que no tienen nombre, hay dolores y sensaciones y formas y colores, hay situaciones y estados y hasta partes de nuestro cuerpo que no tienen nombre. Pero cuando llega el momento en que eso que no tiene nombre comienza a servirle a alguien para algo, aunque imposible y elusivo, ese alguien le pone un nombre.
No es difícil ver la realidad que nos rodea como a un tejido de agendas. De por sí el aire que respiramos es un aire simbólico, un aire con más signos que hidrógeno, pero en la actualidad esos signos se integran en propósitos con relación a los demás, es decir, instrucciones para que unos hagan lo que otros quieren que hagan. Nos hemos convertido en animales que básicamente dicen, y se la pasan diciendo sin parar. Es más, infinidad de personas más que hablantes son ahora militantes, son proselitistas de sus agendas.
Iba a escribir sobre la necesidad de modular, de aflojar alternadamente entre tensión y tensión. Sin silencio se degrada el poder comunicacional de lo hablado, sin los vacíos del papel no hay letra ni dibujo, sin el espacio entre palabras no hay palabras, sin fondo no hay figura, sin el espacio libre de objetos no hay movimiento posible, simplemente porque estaríamos incluidos como un insecto en ámbar. Tenemos que exhalar para poder volver a inhalar. Necesitamos modular porque sin esa dinámica sencillamente enloquecemos.
Como todos saben, en el Instituto Imperial de las Nubes los más reputados expertos estudian, disertan y regulan las formas correctas de nubosidad. Bienalmente publica el Tratado y Diccionario General de Nubes -hasta 2017 esto se hacía todos los años-, conocido coloquialmente como TraDiGeNu, donde se especifica la buena y la mala nubosidad, lo que puede y lo que no puede darse a determinada altura en la atmósfera.
La verdad es que no me resultan válidos, la enorme mayoría de las veces, los argumentos radicales. Y tampoco me resulta válido considerar que no sirven de nada. Siendo un poco menos general, diría que en una disciplina sí que es genial la radicalidad: en la ideación con fines de creación (ya sea innovación, creatividad o imaginación) allí sí que desafiar el límite es necesario. También diría que las posturas de extremo son particularmente inimplementables cuando se trata de situaciones sociales. Pero aún así, en este último caso, están lejos de ser inútiles.
El desánimo de la demora. Resulta un factor de desánimo vivir en lo que se considera el pasado. Me refiero a vivir situaciones culturalmente superadas, por las que ya se ha transitado y que deberían, no solo en los papeles, estar ya resueltas. Una de la definiciones más concretas y experimentables de subdesarrollo, es aquella que lo define como el sistema que toma todos los problemas y los convierte en condiciones.
Es imposible ya no ser justo, sino remotamente verosímil, hablar de Maradona y no hacerlo hablando del cúmulo, hablando de una gran multitud de cosas al mismo tiempo. Cuando pensamos en las esculturas sociales, esas creaciones colectivas como los líderes, los héroes, los ídolos, las costumbres o las lenguas, es preciso hacerlo desde una mente con forma de abrazo, antes que desde una con forma de aguja. Estas cosas no se pueden tratar desde el análisis sino practicando la síntesis.
Por algún motivo que está en un estante muy por encima de mi cociente intelectual, muchas personas creemos, incluso aseguramos, que “nos pasan cosas”. Realmente dudo que las cosas “pasen”, y mucho menos que “nos pasen” a nosotros: sospecho que las cosas no nos toman en cuenta -poniéndome radical hasta diría que las cosas no piensan ni nos perciben siquiera-, y que la explicación de aquello que vivimos y experimentamos debe “pasar” por otro lado…
Las acciones reverberan. Hacer algo, lo que sea, no solo produce ese algo que se hace sino también una modificación en la identidad de quien lo hace: ahora soy también el que hizo eso. Además de esa variación en la identidad -las más de las veces sutil, casi imperceptible-, también se produce un cambio de posición: nos hemos movido en alguna dirección, poco o mucho, pero ya no estamos en el mismo lugar que antes de haber hecho eso que hicimos. Componer, escribir, delatar, viajar y mentir, cambian en algo o en mucho a quien las performa, y también dejan a esa persona en otro sitio. Algunos ejemplos servirán para transmitir mejor esta idea:

Imaginemos a una persona, hace miles de años, clavando una astilla de madera dura o de hueso en un asta. Golpeando la misma con una piedra, intentando que las imperfecciones de ésta no dañaran ni desviasen la dirección de la pieza que pretendía insertar. Imaginemos que en algún momento se le presenta otra persona con un martillo en la mano (obviemos la anacronía, por favor), y que el primero percibe casi instantáneamente la superioridad de esa nueva herramienta. Al comenzar a usarla, entiende táctil y cinéticamente el beneficio de una superficie compacta y lisa de metal golpeando sobre los objetos, y la ventaja del equilibrio y la potenciación del golpe al asir el martillo por el mango. Consideremos ahora la siguiente situación: este artesano, encantado con su nueva herramienta, al asomarse por una ventana ve a un montón de personas en el exterior persiguiéndose unas a otras con martillos; ve también que cuando alguna alcanza a otra, le descarga un golpe valiéndose del mismo.
La mayoría de las tragedias hacen que quienes las sufren las sobrevivan con marcas, en partes, con traumas, con golpes, estropeados, hasta casi sin vida. Pero hay algunas que no dejan salir a aquellos que han abrazado: son tragedias que cambian a sus víctimas en tal medida, que quienes salen de ellas no son quienes entraron.


Los problemas que podemos tipificar como culturales, son situaciones de muy difícil solución debido a que toda cultura es un sistema, y los problemas sistémicos son mucho más complejos que los problemas tópicos.
El pasado siempre ha sido rediseñado desde el presente: aún sin intencionalidad, los anclajes psicológicos actuales y la fuerza modeladora del contexto presente -sumados a nuestra memoria biológicamente limitada-, cambian y reversionan al pasado.
Mi primera reflexión sobre el diseño, o dicho com más precisión, sobre la forma y la estructura, tuvo lugar en el gran jardín de mi casa en Buenos Aires. El largo muro que separaba a éste de la casa de uno de los vecinos, estaba cubierto por una ficus pumila, que es una enredadera muy común cuyas hojas más grandes muestran unas nervaduras muy claramente diferenciadas del limbo, sobretodo en el envés.
Cada vez que algo no funciona como esperamos, sea porque se estropea, porque se nos presenta una mejor opción, porque se produjo un desfase entre el problema y la solución que representaba, etc, lo habitual es que intentemos corregirlo o reemplazarlo por una nueva versión de eso mismo. Por ejemplo, si algo le pasara a mi exprimidor de cítricos, dependiendo de qué cosa le pasara, intentaría repararlo o suplantarlo por uno que cumpliera correctamente su función. Lo que nunca se me ocurriría es pensar que “todos los exprimidores son igual de nefastos”, ni que “voy a cambiar el exprimidor por una corbata”. Pero por extraño que parezca, esto es exactamente lo que se repite una y otra vez en torno de la política: ante políticos inservibles, es común desacreditar funcionalmente a toda la política o reemplazar al político por un tecnócrata, un actor, un empresario o un misionero… y cada vez que esto sucede, el experimento sale mal.
Desde hace un montón de años creo que el desarrollo de la identidad personal (en particular de la identidad personal socializada o mediada), representa una gran esperanza para quienes creemos que es muy necesario un rediseño en el equilibrio o la distribución del poder. Este primer párrafo es un poquito denso, por lo que mejor disecciono sus dos principales ideas. Con identidad personal socializada o mediada, me refiero a la producción o codificación de la identidad personal para que esta, representándote, sea capaz de establecer vínculos de diferentes tipos utilizando medios sociales.
La persona que escribe lo hace porque tiene algo que decir, no porque tiene una libreta. Por supuesto que el papel es importante, pero no es el motivo por el cual ese tipo escribe: primero quiere decir algo, luego lo dice.
Hace un tiempo pensaba que la inteligencia fluida cobraba cada vez más importancia sobre la inteligencia cristalizada. Recordemos que la fluida es la forma de inteligencia más demandada cuando la situación ante la que nos encontramos (la resolución de un problema, por ejemplo), es una situación sin precedentes en nuestra experiencia. Tenemos que resolver algo que no hemos visto nunca antes, algo de lo que no conocemos antecedentes.
Hace unos días estuve en Londres, pasando las fiestas de Navidad y fin de año. Como hago siempre que voy, me sumerjo lo más que puedo en su casi infinita oferta de cultura, de combustible para la curiosidad.
Antes que nada, una breve aclaración: lo que viene a continuación nada tiene que ver con La avispa con peluca, el pasaje de A través del espejo y lo que Alicia encontró allí que Lewis Carroll suprimió de la primera versión (la de 1871) del libro. La actitud de la abeja peluda, toma como imagen el acto polinizador de las abejas para definir una forma de actuar de gran valor social: inspirar, excitar, inducir y estimular a los demás a hacer cosas cuando nosotros estamos haciéndolas, sin que ese sea nuestro propósito primario al hacerlas.
Tocar en una banda es una cosa muy buena. Si pensamos que una banda está a la misma distancia de un músico solista que un sólo diseñador de un estudio conformado por varios, resulta evidente que -desde una óptica social- una sociedad creativa es más poderosa por su diversidad que una mentalidad productiva solitaria.
Ser under es una cosa, y ser un berreta* es otra muy diferente. Al verdadero under le molesta que se lo meta en la segunda categoría, pero el berreta a veces busca el ropaje del primero para elevar su status: no es que lo que yo hago sea horroroso, soy “under” y eso “genera rechazo”. Esto no significa que ambas categorías sean autoexcluyentes; yo he visto muchas cosas que marcaban en los dos casilleros (infinidad de bandas, publicaciones, eventos, etc, que eran under y berretas, o simplemente una mierda sin más).
Es difícil comer frente a quien tiene hambre y no tiene qué llevarse a la boca.
Y es difícil vivir frente a quien murió, cuando la muerte aún deja el remolino de su brisa luego de pasar: da vergüenza seguir allí.
Lo único que pasaba era que su mente era un monstruo compositor, sin más propósito ni agenda que el ritmo y el efecto morfológico de aquello que componía.
Al final no sé si es más idiota o más inteligente de lo que cabría esperar, porque en uno u otro caso lo es de forma exagerada.
Si fuéramos una lengua en lugar de tener una, los sabores serían aquello con lo que compondríamos el modelo de la realidad. Pensaríamos: si tiene sabor tiene presencia, existe. Si es insaboro es un mito, es una cosa de la que no se puede confirmar su existencia. Nuestro periódico tendría forma de nariz: usaríamos el olfato como máquina de contexto para completar nuestra comprensión del mundo. Si fuera una lengua, pensaría lo siguiente de los siguientes sabores…
El rol del Estado en una ciudad, a ese nivel, al nivel de la administración municipal, se perfila en algunos casos de tal manera que hace de ella un objeto lúdico.
Una tela de araña es una estructura compleja. No sólo lo es en términos morfológicos, sino de materiales, emplazamiento, oportunidad y funcionalidad. Es similar en todo esto a un guante de buena calidad; de hecho ambas son herramientas para asir cosas con elegancia.
50 historias breves compuestas por Clarence Dolby con la asistencia de su cubo Rubik.
La sinestesia, esa supuesta activación o excitación de un sentido por otro, pone en evidencia en realidad los emparches que demanda la creencia infantil en las categorías, es decir, la creencia en que éstas pertenecen al mismo plano de las cosas.
Históricamente se ha entendido como bello aquello que obedecía a un patrón general, a un estereotipo, que no es otra cosa que una serie de instrucciones, que un modelo abstracto. De esta manera, en varias teorías de las proporciones, bello significaba “acorde con el estándar de belleza”.
La muerte de una persona puede llevar minutos, horas, días, meses o años (como perfectamente puede llevar toda una vida), pero sucede en un sólo instante. En ese instante es cuando precisamente muere y deja de ser para pasar a “haber sido”.
El único motivo por el que estaría dispuesto a creer en Dios, es aquel por el que precisamente se dejó de creer oficialmente en él. Esto es por el color, el ritmo, la forma y el desparpajo que tiene la Naturaleza de desafiar al vacío. Concebir y hacer una gota de amarillo o un pico o una suavidad interrumpida por una aspereza en una piel sin siquiera tocar a ese ser que los posee, hacerlo sólo con la sugerencia de un código, únicamente debería ser obra de ese Dios que no existe. Para creer en él como para no emocionarse ante todo esto, hay que estar igualmente loco.
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