La victoria de los fofos
Es un total contrasentido pretender una constante creatividad: si la creatividad se torna algo continuo y uniforme -como lo debe ser la constancia para serlo-, dejaría de ser creatividad.
Pero tan cierto como esto, lo es el hecho de la absoluta necesidad de alcanzar una presencia menos esporádica de creatividad.
La creatividad es un valor relativo que precisa de su carencia para poder existir; una creatividad sin orificios, sin interrupciones, sin decrecimiento ni fluctuación, deja de serlo para convertirse en statu quo, en estasis.
Y es en esta característica esencial en la que reside que la creatividad sea el eterno David frente al Goliat de la mediocridad.
Lo mediocre puede -y de hecho hasta debe- ser constante. La mediocridad puede ser sostenida sin sobresaltos, sin costuras, sin picos ni caídas… sólo con una respiración media.
Esto hace que la mediocridad encuentre domicilio en la omnipresencia, en lo que no es ni una cosa ni la otra, en el intersticio, en lo que no se nombra porque no tiene nombre, en lo que no se mira porque no tiene cara.
Esto, por si aún no se ha dado cuenta, es una mierda. Una mierda de las más grandes que existen.
Que el equilibrio de presencia -ojo, no de fuerzas- esté tan masivamente a favor de la mediocridad, significa que para derrotarla no sólo haga falta talento, sino también esfuerzo lo más continuado posible.
Ya son dos cosas las que le demandamos al que desprecia la mediocridad, mientras que al mediocre, al fofo, al conforme, al canónico, al mediano, al anhedónico, sólo una: ser lo poco que ya es.
De aquí, de esta lucha desigual por volumen, es que se hace preciso que al talento se lo acompañe con esfuerzo: David no puede descansar ni guardarse una piedra para después; tiene que disparar hasta morir.
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