Ser distinto no es tener identidad
Hay algo que, casi con toda seguridad, podemos decir: todos somos diferentes.
Y esto se sostiene simplemente, considerando la cantidad de resultados distintos que se obtienen de la variada disposición de los elementos que conforman una personalidad.
No es que sean miles de millones de ingredientes los que intervienen en la receta, son muchísimos menos, hasta diríamos relativamente pocos. Lo que ocurre es que la fórmula final de una persona se obtiene de la permutación de esos pocos elementos, y es eso lo que multiplica asombrosamente las posibilidades de obtener personas distintas.
Si sólo partiéramos de 20 elementos puros (empatía, inteligencia, creatividad, etc.), el número posible de personalidades diferentes sería de 2.432902E+18 -el factorial de 20 ó “20!”-, lo que significa 2.432.902 de millones de millones de formas distintas de ser.
Esto nos muestra claramente que en la práctica es imposible que existan dos personas idénticas en su manera de ser. Pero una cosa es ser distinto a todos los demás, y otra muy diferente es tener identidad.
Todos somos diferentes por defecto, es decir, somos distintos porque no podemos ser iguales, pero eso no significa que tengamos identidad; es la misma distancia que existe entre ser diferente y “ser alguien”.
Para tener identidad no alcanza con las particularidades por defecto: la identidad es un diseño intencionado.
Sintetizando, la diferencia se percibe y se señala desde fuera, pero la identidad se construye y se presenta desde dentro.
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