El pueblo-niño (o el miedo de vivir en una guardería de millones de personas)
Es super fácil… o no, es super difícil.
Cualquier persona medianamente crítica consigo y con aquello que la rodea, entiende casi sin la necesidad de una gran explicación, que dado un problema a escala social, lo que termina siendo el problema es la sociedad misma en su incapacidad de gestionarlo.
Precisamente ahora, esto queda muy claro con la pandemia de la covid19: es más digna de miedo la sociedad que la padece que el virus que la provoca.
La clave de la contención -mientras le damos tiempo a los científicos a que desarrollen vacunas y tratamientos- es básica: distancia, mascarilla e higiene.
Se ha dicho, se dice y se dirá cientos de millones de veces en todo tipo de canal con todo tipo de mensajes, contenidos, tonos y registros: distancia, mascarilla e higiene.
No hay que ser super inteligente para performar las acciones que se demandan, no hay que estar especialmente informado, documentado ni educado, no hay que ser particularmente bondadoso, ni generoso, ni empático, no hay que ser rico, ni bello, ni simpático: sólo guardar la puta distancia, usar una puta mascarilla y lavarse las putas manos.
Pero… la sociedad.
¿Qué cabía esperar?
La respuesta masiva a algo en apariencia tan sencillo, es: “quiero salir”, “quiero ver a mis amigos”, “necesito un abrazo”, “voy, junto a otros como yo, de escondidas a un bar”, “participo de una reunión cuando ‘no se puede’ participar de reuniones”, “tomo sol cuando ‘no se puede’ tomar sol”, “me meto al mar cuando ’no se puede’ meterse al mar”, “salgo sin mascarilla”, “no guardo ninguna distancia”, “no me lavo las manos ni me llevo algo con qué higienizarlas” y un larguísimo etcétera, por no meternos ahora en cosas como “el gobierno se transforma en una tiranía”, “la pandemia es mentira”, “la debacle económica mundial tiene por objeto que sólo una industria -la farmacéutica-, eventualmente venda una vacuna”, y otras tantas burlas a la inteligencia.
Si nos centramos en el primer grupo de reacciones, la explicación que encuentro para que esto se dé, es que somos parte de un pueblo-niño, de una sociedad de criaturas crecidas, con o sin trabajo, con o sin coche, con o sin tarjeta de crédito, pero con la necesidad intacta de una mamá y de un papá que nos digan lo que tenemos que hacer.
Cero responsabilidad para comprender el efecto social de las acciones personales, del impacto de cualquier idiotez mínima cuando se escala a un grupo enorme. Primero yo, segundo yo, tercero YO. Y si de casualidad registro a alguien más, lo hago DESDE MÍ… como los niños.
Entonces me pongo a pensar: ¿qué otro tipo de persona incentiva el sistema en el que vivimos, más que nenas y nenes envejecidos?
Francamente, no existe el interlocutor.
Si lo pensamos bien: ¿quién le dice a la gente -sobre ella misma- lo que necesita saber en lugar de lo que quiere escuchar?
¿Quién lo haría? ¿Qué actor de impacto social estaría dispuesto a pagar el costo de ser 100% honesto? ¿Quién renunciaría a las ventajas de halagar a quien mediante halagos actúa como necesita que actúe?
¿Por qué, conociendo el impacto del registro directo, está prohibido decir en televisión, mirando a cámara: “eh, ustedes, haciendo lo que hacen demuestran ser total, completa, plena y absolutamente idiotas”?
¿Acaso alguien cree que mantener al otro en la inmadurez e irresponsabilidad es respetarlo o cuidarlo? ¿Hacemos esto nosotros con quienes más queremos?
Está visto que un político jamás incomodará a la gente diciéndole estúpida cuando sea estúpida, como tampoco lo hará una marca, una monarquía, una organización social, un sector económico, una iglesia o cualquier otro actor que tenga una voz a escala social.
Por el contrario, el aire que respiramos está coagulado de mensajes señalando y resaltando lo geniales, únicos y estupendos que somos, cuando sabemos perfectamente que si lo fuéramos de verdad, no seríamos quienes somos ni viviríamos como vivimos ni tendríamos los sistemas y el mundo en el estado en el que los tenemos.
Actuamos a partir de lo que somos, no de lo que “soy” (ni de lo que me gusta pensar que soy).
Formamos sociedades que siguen necesitando de mamás y de papás.
Sentimos que es más cómodo que nos digan qué hacer, que pensar qué hacer.
Sabemos que es mucho más fácil que nos enseñen cómo son las cosas, que decidir y definir cómo son esas cosas.
Creemos que es mejor comprar (en el sentido más amplio de la palabra, pensándola como “adquirir”), que crear.
Sostenemos que democracia es meter un papel en una caja cada unos años, e insultar gratuitamente a quienes hayan ganado ese concurso, y no ponernos a hacer aquello que creemos que debe hacerse.
Por todo esto, con independencia de lo inteligentes que creamos y hasta seamos individualmente, cuando nos juntamos actuamos como idiotas.
La inmadurez y la irresponsabilidad en un niño son rasgos naturales, pero en un adulto son una aberración.
Esperando la magia.
Nos sacaremos de encima a la covid19 -si no totalmente, al menos lo suficiente-, cuando aparezca ese pinchazo mágico que nos libere de ella.
No será mediante el respeto a lo básico, no será pensando, no será conteniéndonos de hacer lo que nos gustaría hacer pero que ahora no podemos.
No será guardando la distancia, usando una mascarilla ni lavándonos las manos.
No será gracias a la inteligencia de muchos, sino a la inteligencia de pocos, la de aquellos que nos den una vacuna, que podremos seguir viviendo, como hasta ahora, como niños…
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