dejar de apostar por la inteligencia
Existe algo en lo que prácticamente no pensamos a la hora de comunicar: lo hacemos casi siempre apelando a la inteligencia.
Es importante que deje desde este momento claro que me refiero a la inteligencia no como sinónimo de sentido crítico o de capacidad analítica, sino en términos de que los productos de comunicación pueden ser pensados, tratados y opinados; se dirigen siempre a quienes son capaces de alguna forma directa de lectura.
Nuestras piezas de comunicación son como pequeños aparatos que llevan inoculados ejercicios o sustancias que buscan conectar con otra mente, sea informando o seduciendo, pero siempre apostando por apenas un par de formas de inteligencia.
Si lo que queremos es informar apelamos a la racionalidad, mientras que si el objetivo es conmover intentaremos hacer un bypass de la razón.
Por supuesto ambas direcciones no son únicas, sino que cada una representa todo un espectro de opciones: puede informarse desde el pensamiento científico como desde la irracionalidad, de la misma forma que se puede emocionar desde lo afectivo, desde lo sexual o desde el miedo.
Enseñanzas de virus.
Un virus es algo sobre lo que los virólogos no logran consensuar si se trata de algo vivo o algo abiótico (iba a decir “muerto”, pero si nunca vivió no puede morir).
Pensemos en la opción que más lo “ningunea”; aquella que le niega ser algo viviente.
Si respaldamos esta visión, consideraremos a un virus como a un truco escrito en un papel: hasta que un mago no lo lea y lo ejecute, la ilusión de la magia no tendrá lugar. Y esto es así porque esa nota, esa receta escrita no es algo vivo, por eso necesita del mago para que la realice y multiplique haciéndola pública (exactamente igual que un virus necesita del metabolismo y material de la célula en la que entra para copiarse y celebrar una fiesta familiar).
A nivel celular podríamos decir que el virus engañó a esa célula: la transformó en una becaria que trabaja por nada en beneficio propio. Pero a nivel general el virus envió a esa persona al hospital (o a la cama, o al cementerio), sin dirigirle la palabra siquiera: no pretendió ser ingenioso, ni especialmente seductor, ni claro, ni nada: entró esquivando todo y haciendo lo que tenía que hacer con una efectividad que deja a nuestra inteligencia y a nuestro mastodóndico tamaño en ridículo.
Lo que nos enseña un microscópico virus (y sus innumerables copias) es que es capaz de domar legiones de gigantes sin el menor artilugio del ingenio: actúa a un nivel que desconoce la lectura, que esquiva la comprensión analítica y la sensibilidad del otro.
¿Y si comunicáramos haciendo de cuenta que somos virus?
Cada vez que diseñamos un mensaje, esté este destinado a informar o a emocionar, es como si estuviéramos plantando una semilla: si bien allí dentro hay mucho de lo necesario para que crezca una planta, sin sustrato, sin agua, sin cuidado, no pasará nada.
Si de lo que se trata es de cambiar una preferencia (digamos, motivar que se elija una marca en lugar de su competencia, un candidato y no su opositor), entonces nuestra semilla necesitará relativamente poca tierra y poca agua: es un esfuerzo pequeño similar a girar un poco el volante de un coche que ya estamos conduciendo.
Pero si de lo que se trata es de cambiar un comportamiento (por poner un ejemplo, intentar que alguien deje de fumar, que comience a utilizar preservativos en sus relaciones sexuales, que deje de actuar como un machista o que vaya a vacunarse cuando cree que no debe hacerlo), esa semilla que demanda cuidados a menudo se seca y muere.
Si comunicáramos como lo haría un virus, es decir sin esperar consideración, ni comprensión, ni emoción afectiva de parte del receptor, sino actuando a nivel del sistema operativo social, tendríamos seguramente más éxito en nuestra empresa.
Lo que quiero decir con “actuar a nivel del sistema operativo social”, es apelar a ese tipo de cosas que no se tratan en cada cabeza individualmente, sino a escala de grandes comunidades.
Seremos mucho más efectivos haciendo que el machismo, el tabaquismo o la irresponsabilidad de confundir “mi salud” con “nuestra salud” se transformen en signos de desprestigio social, que informando o emocionando una y un millón de veces sobre cuán nocivos son estos comportamientos.
Así actúa un virus: en el plano de las cosas. Los comportamientos, de forma diferente a lo que ocurre con los conocimientos, si bien tienen componentes simbólicos, están mucho más cerca del mundo de las cosas que los otros, que son puro signo.
Las preferencias -tanto más cuanto más ligeras sean- pueden ser cambiadas con signos, pero los comportamientos necesitan de fuerzas (y escalas de tiempo) mucho mayores.
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