La comunicación proteica (II)
En el primero de este dúo de artículos cortos, pretendí comparar la absorción de proteínas con la de ideas, a partir de algunas similitudes que pueden verse entre ambos procesos.
Si damos por cierto que cuanto más profundamente comparten código quienes se comunican, más garantía de comprensión mutua hay, si acordamos por otra parte que compartir código no involucra solamente una cuestión léxica sino además cuestiones estructurales, de “forma de pensar”, y si por último también coincidimos en que, como sostenía el artículo previo, existen formas más proteicas que otras de transmitir las ideas, mi siguiente pregunta es si todos los valores, conceptos y atributos son transmisibles por una abstracción como lo es una marca.
Me pregunto si un constructo apersonal como una marca no viene a jugar en esta comparación planteada, el papel de la proteína vegetal, es decir, de la proteína que no puede absorberse completamente.
¿Puede una marca pretender atributos, decir y mostrarse haciendo cosas como solo las personas encarnan, de manera creíble y meaningful?
¿Es transmisible por una marca cualquier cosa que no sea una característica propia de cosas?
En el proceso de pérdida de absorción de “nutrientes comunicacionales”, ¿no se da también una fuga, una pérdida de la credibilidad de propia marca?
Antes hablábamos de cómo en una situación “neutra”, genérica de comunicación, las formas más “antropomórficas” -como las formas narrativas- eran más eficientes a la hora de servir de transporte de ideas, de valores.
Cuando estamos ya en un terreno menos neutro, más “sospechable” de intención específica, de agenda previa como lo es la comunicación comercial y la comunicación política, esta reflexión sobre el formato y los “diluyentes” o los vehículos últimos del mensaje, cobra una especial importancia.
Una marca es siempre un constructo, el producto de un ensamblaje simbólico y abstracto. Dependiendo del tipo de marca, lo será en mayor o en menor medida, (o mejor dicho tendrá una existencia más o menos abstracta), pero un logo y su universo de nociones jamás será una persona.
Asimilamos todo tipo de identidad en última instancia a una identidad humana, simplemente porque de otra forma no podemos entenderlo: lo humanizamos todo para poder comprenderlo.
Pero como las personas somos expertas en personas, detectamos de forma instantánea todo aquello que no lo es. Una cosa es “hacer de cuenta que es” y otra muy diferente “creer que realmente es”.
A las marcas las hacen personas. Parte de esas personas creen realmente en esa marca, y le dan sustancia, le aportan nutrientes que son suyos, que son personales.
Es raro en el fondo, es muy indirecto y hasta ficcional sostener que una marca es desenfadada, solemne, retadora o intelectual.
Seguramente parte de quienes la construyen diariamente lo sean, y como así se ven, así ven a la marca que hacen.
Entonces, sabiendo que una historia basada en una persona es muchísimo más proteica, muchísimo más interesante, creíble y “espejada” (permite que nos reflejemos) que una historia basada en una cosa, ¿no sería mejor que las marcas licuaran y difundieran sus atributos a través de quienes trabajan en ellas, valiéndose de quienes las hacen cada día como vehículo de transporte de ideas y valores?
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