Mi primera percepción del diseño

mi primera percepción del diseño, por ernesto alegre

Mi primera reflexión sobre el diseño, o dicho com más precisión, sobre la forma y la estructura, tuvo lugar en el gran jardín de mi casa en Buenos Aires.
El largo muro que separaba a éste de la casa de uno de los vecinos, estaba cubierto por una ficus pumila, que es una enredadera muy común cuyas hojas más grandes muestran unas nervaduras muy claramente diferenciadas del limbo, sobretodo en el envés.
Cuando la hoja muere y cae de la planta, comienza a descomponerse, y al desaparecer total o parcialmente su limbo, queda una suerte de encaje transparente, maravillosamente intrincado.
Esa forma fue la primer cosa que levanté impresionado del suelo del jardín, teniendo muy pocos años. Esa forma fue mi primer percepción clara de una estructura, por supuesto que sin verbalizármelo de esta forma.
Fueron por último esas hojas degradadas las primeras que conformaron mi colección de pequeños tesoros naturales, y fue un segmento de una de estas hojas, ya seco, lo que oculté en el interior de unas gafas de madera que llevaban en su lado
interno los primeros cuatro versos del poema The Tyger de William Blake, que hiciera décadas más tarde.

Las hojas de la ficus pumila me invitaron a perderme en una geometría fractal, y también me abrieron la puerta a la infinita riqueza de estructuras naturales.
Hoy creo que aquella primera fascinación -y la enorme cantidad que siguieron-, me hace recurrir tan asiduamente a metáforas y analogías biologistas; aquel primer jardín, mi jardín para siempre, fue mi primer escuela de diseño, o mucho más aún, mi primer teatro del mundo.
Cada cosa que hago hoy, sospecho que pudo haber nacido allí; cada cosa que percibo como bella ahora, es probable que me haya sido presentada entre aquellos árboles…

Escribo esto como agradecimiento a mi jardín, a aquel primer cadáver de hoja de ficus pumila, a los dibujos de las ramas, a las infinitas promesas de lugares diminutos, a mis amigos animales, a los terroríficos panales, a los insectos sorpresivos, a todo ese tesoro interminable, y a la cuidadora de aquella catedral verde: mi tía Isabel, la primera en conocerme…

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