El buen discapacitado
Si me sirve, es bueno.
Ha sucedido con todas las -bien o mal- llamadas minorías: cuando se parecen a nosotros (o al menos se parecen a lo que nosotros queremos parecernos), nos sirven o son funcionales, o nos son fáciles de encajar y entender, entonces esos, los que pertenecen a esas minorías, son buenos.
Esto sucedió con los “salvajes” americanos, africanos o australianos, sucede con los negros, con los árabes, con los chinos, con los latinos, con los homosexuales, con los modernos, con los viejos, con las mujeres, con los inmigrantes y también, con los discapacitados.
El buen salvaje era aquel que al principio encarnaba la pureza que el europeo ya había perdido; el buen negro es el que más se parece al blanco, el buen árabe es el que ama la democracia y monta revoluciones en Twitter, el buen chino es el occidental de ojos rasgados, el buen latino es aquel apasionado que se avergüenza de la exportación de drogas, el buen homosexual es quien “hará lo hará” pero de puertas adentro y sin escandalizar a nadie, el buen moderno es el moderno que no va más allá de lo estético, el buen viejo es el que sirve de modelo en la publicidad de seguros de retiro, la buena mujer es la que no toca las pelotas, el buen inmigrante es aquel que está convencido de que no tiene derecho alguno y el buen discapacitado es el tipo común que a la hora de sentarse, escoge una silla que tiene ruedas.
Y me quedo en este último.
El buen discapacitado habla como cualquiera de nosotros, trabaja como cualquier de nosotros, se desplaza -recordemos que estamos ya en 2016- como cualquiera de nosotros, y la verdad es que casi no se nota que lo es. Es casi una persona, diríamos; quiero decir, una persona normal.
La realidad, tan molesta e irritante como sólo ella lo puede ser.
El principal problema con el buen discapacitado, es que -como ocurre con los buenos salvajes, negros, árabes, chinos, latinos, homosexuales, modernos, viejos, mujeres e inmigrantes- lamentablemente, casi no existe fuera de la proyección mental de “la mayoría”.
El discapacitado puede no cerrar la boca -lo que significa que su saliva puede derramarse-, puede no poder hablar, ni ver, ni oír, ni mover un sólo músculo. Puede tener todos los problemas imaginables de salud de forma casi siempre crónica y muchas veces progresiva, puede no acceder a porcentajes enormes de las experiencias cotidianas (desde cruzar ciertas calles, subir ciertos puentes, disfrutar parques, entrar a lugares, salir de lugares, desplazarse por ciudades, viajar de ciudad a ciudad, y un kilométrico etcétera), puede no enterarse de cuándo debe reírse y cuándo estar serio y la verdad es que todo esto nos molesta. No, a él no, a nosotros.
Por eso lo borramos de la realidad y cuando decidimos observar la discapacidad -muy de vez en cuando, casi en la misma medida en que decidimos ser sensibles en Navidad-, lo que ponemos a la luz es al buen discapacitado: una persona presentable, amable, sonriente, que nos haga sentir bien y tolerantes, a pesar de que esté sentada en esa curiosa silla que tiene ruedas.
Con suerte, seguimos lejos.
Es muy notable la diferencia de tratamiento y consideración social que se hace de la discapacidad, dependiendo de la cultura en la que nos enfoquemos.
En Argentina ser discapacitado es ser una especie de marciano terrestre: salir a la calle con una discapacidad equivale a salir a la calle con un imán de miradas, y mucho peor aún: ser merecedor del desdén.
En el país del río más ancho y la avenida más larga del mundo, la discapacidad sencillamente no tiene presencia: si es que hay personas con necesidades especiales, o bien están todas en un pueblo lejano, o bien no salen de sus casas (en cierto aspecto mejor, porque si salieran por Buenos Aires, la pasarían realmente mal).
De más está decir que en los medios no se encuentra un solo conductor o periodista discapacitado, ni hay programas infantiles que incluyan de alguna forma la discapacidad del tipo que sea. Bueno, tenemos ahora una vicepresidenta en silla de ruedas, pero se trata de una buena discapacitada, es -al menos en términos visuales- presentable.
En España la aceptación es muchísimo mayor: no sólo no se mira insistentemente a una persona con necesidades especiales en la calle (a no ser que se trate de algún gitano, quienes parecen caer en una suerte de hipnosis instantánea frente a la parálisis, por ejemplo), sino que existe la presencia colectiva de personas con alguna discapacidad realizando actividades en grupo.
En el Reino Unido la situación es aún mejor: no sólo la sociedad no hace pasar momentos incómodos al discapacitado, sino que ni siquiera es lo que podríamos llamar tolerado: es aceptado.
Y esto se comprueba en la actitud servicial de la gente en general (de nuevo, si es que uno no se cruza con hindúes o paquistaníes, que actúan igual que los gitanos en España), y en la presencia recurrente de personas con necesidades especiales en los medios. Existen varios programas infantiles con presencia de niños discapacitados, y hasta algún programa de dedicación exclusiva.
Pero lo que ni siquiera aquí existe en general, es la visión de aquel que no cierre con la imagen del buen discapacitado: todas la personas con discapacidad son lo más parecido posible a quienes no la tienen.
Dicho de otra forma: es rarísimo o hasta imposible que el discapacitado intelectual tenga presencia.
Esta es un umbral que aún hay que superar en las culturas más inclusivas En las demás, como en tantísimas otras cosas, todavía se está a años luz…
Photo Credit: talbronstein – via Compfight – cc
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