Oda a la selfie

Oda al selfie, por ernesto alegre

Claro que ver selfies a diestra y siniestra -sobretodo cuando se sospecha que esa cara autoretratada pertenece a una persona estúpida, o a alguien que de hecho nos desagrada- no se parece en nada a ver fotografías con mensajes anidados, propuestas de tipos que están buscando algo para sí y para los demás, o cualquier otra cosa que juzguemos de valor inmediato, de valor volcado en la propia pieza.
Pero es un poco lo mismo que nos puede suceder cuando vemos un solo píxel de una gran imagen, un fotograma de una película, una frase de una novela o un instante en la vida de cualquiera: ponernos a juzgar la parte por el todo, es equivocar la escala.
Una selfie tiene valor para casi nadie, -básicamente para la propia persona que se retrató y tal vez para un puñado más que la quieren mucho-, pero todas las selfies sí que valen. Y no poco, sino mucho.
La selfie es un paso indispensable en la carrera identitaria -y no porque me guste o me parezca a mí, sino porque de hecho se corrobora en su volumen, transformado ya en un comportamiento generalizado-: quien se autoretrata está jugando con su identidad, está usando su propia imagen como palabra de un texto que lo excede.
Ese texto es el que dice que vamos hacia una sociedad de la identidad, de una identidad diferente a la que había, no ya sólo íntima, sino socializadamente personal.
La selfie es solo un paso de un paseo mucho más largo; por eso no es pertinente juzgarlo como la obra completa.
Hay algo que nos viene muy bien tener en cuenta para juzgar el tiempo presente: la carrera identitaria no es una de 100 metros llanos, sino un maratón de 42 kilómetros y 195 metros.

 

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