Jugar en la ciudad

Alexander Calder, Circus Scene, 1929

Angelique Tachana, profesora de la Universidad Politécnica de Madrid, habla en su ensayo Urbe Ludens de los espacios de juego en las ciudades.
Desarrolla una perspectiva historicista citando desde la palestra griega, hasta los espacios recuperados y destinados a la vinculación lúdica en las ciudades modernas.
Al leerla compartí su visión de la ciudad como creadora de espacios donde jugar colectiva o al menos públicamente, pero al reflexionar sobre esto creo que hasta estadísticamente (aunque por supuesto esto no es lo más importante), la ciudad genera demasiados espacios de no-juego, y deja algunas migajas urbanas a la libertad lúdica.


Es cierto que esos espacios especiales -que lo lúdico en la ciudad sea especial se debe a su escasez y no a la propia naturaleza del juego, que es una pulsión vital omnipresente y universal-, pueden ser muy impactantes y vistosos, elemento que realza su relevancia percibida, pero es una realidad que la masiva mayoría de la ciudad no está hecha para jugar.
Sabemos que cualquier cosa es un juguete en manos del ludófilo; lo es la realidad entera… ¿cómo no lo iba a ser también la ciudad?, pero lamentablemente la gran mayoría de las personas no se definen de esta manera: necesitan del incentivo y de la motivación al juego.
Vivimos básicamente en ciudades, y esto se ve incrementado con el paso del tiempo: hoy el 54% de la población mundial vive en zonas urbanas, y hacia 2050 la previsión es que lo hará un 65%, de manera que si vivimos en urbes deberíamos jugar en urbes. Con esto quiero señalar que deberíamos poder jugar allí donde viviéramos y no tener la necesidad de trasladarnos a esos espacios especiales, lo que constituye un primer obstáculo para el desarrollo lúdico de la persona (junto con las impresentables creencias de que el juego es ”poco serio”, lo que se hace “cuando no hay otra cosa que hacer”, algo exclusivamente “cosa de niños” o la realidad percibida de que lo lúdico no es productivo o es lo no-productivo.
Las ciudades cuyos espacios dedicados al juego son solamente “parques infantiles”, edificios destinados a los juegos reglados (instalaciones deportivas como estadios o espacios con artefactos vinculados a la actividad física, gimnástica) o ámbitos consagrados al juego entendido como alguna forma de apuesta, son ciudades no solo aburridas, sino idiotas, idiotizantes y esencialmente ignorantes.
Acabar con la resistencia a lo lúdico, en especial hacia el juego espontáneo, implica multiplicar en cantidad y en variedad los espacios de juego en las ciudades, hasta el punto en que no sean más entendidos como “espacios a los que hay que ir”.
Esto puede resultar erróneo a primera vista: el juego, para ser, necesita construir esa “otra cosa”, esa “realidad fuera de la realidad”; lo que Johan Huizinga define como lo “superabundans”, lo que excede a lo normal, lo que está más allá.
Pero es también Huizinga el que señala en Homo Ludens el carácter universal del juego, capaz de atravesar culturas, especies, edades, tiempo y… espacio.
Para jugar en la ciudad, en particular si pensamos en juegos espontáneos, en la actividad lúdica y no en deportes, entrenamientos físicos ni apuestas, no es necesario el espacio dedicado y formal, sino la invitación, la estimulación, la excusa.
El juego es antes software que hardware; antes afán de pellizcar a la realidad que estadio.


Cuando pienso en la ciudad lúdica, en cómo sería una ciudad inoculada con el juego, me viene a la mente Nantes, en Francia, a poco más de 380 km al sudoeste de París.
No lo digo por sus espacios de juego, que tiene muchos como Les Machines de l’île (un gran predio con naves donde artesanos y mecánicos crean criaturas gigantescas), el Quai des Antilles (a la vera del río Loira, con espacios libres de encuentro) o el Miroir d’eau frente al Château des ducs de Bretagne (una plataforma horizontal con variedad de chorros y neblinas donde la gente puede jugar con el agua), todos ellos “espacios especiales”, sino a lo que sin previo aviso encontré en la calle Maréchal Joffre.
Se trata de una calle más de la ciudad, con comercios y edificios sin particularidades, pero que guarda sorpresas en lo alto, a pocos metros, que deben ser descubiertas y muchas veces por casualidad.
Cuando uno alza un poco la vista se encuentra con autómatas de madera que representan diferentes oficios como el de camarero o el de peluquero de una forma muy simple y divertida; estas obras silenciosas pueden pasar perfectamente desapercibidas, pero apenas uno da con alguna, se pone a caminar la calle en toda su extensión en busca de las demás.
Aquí vemos un espacio no separado de las zonas “no lúdicas” o productivas y funcionales del resto de la ciudad (de hecho la calle Joffre es eminentemente comercial), pero que nos pone inesperadamente a caminar jugando, descubriendo cosas que hasta nos hacen sonreír.
Esto es lo más parecido que viví a una ciudad lúdica, y a lo que me refiero cuando señalo la necesidad de urbes con juego incorporado.


Deberíamos poder integrar lo lúdico al concepto de smart cities, además de pensar en formas inteligentes de dotarlas de energía y movilidad.
Tendríamos que incentivar y activar al ciudadano para que encuentre formas divertidas y curiosas de transcurrir, moverse, esperar, pasear y hacer todo lo que hace en la ciudad.
El ciudadano anónimo y pasivo, debe sentirse alguien y poder participar, aprovechando la expresividad del juego.
Los recursos con los que contamos son infinitos: desde los nombres de las calles (nombrar las esquinas, nombrar rincones, árboles, fundar plazas dentro de plazas dentro de plazas), hasta invitaciones a juegos escritas en las aceras, pasando por preguntas hermosas en los muros, artilugios que se asocien al viento, a la lluvia o al paso de las personas e infinidad de posibilidades más.
Seríamos muchos quienes nos mudaríamos gustosos a una ciudad como esa…

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