El mármol y sus órganos internos
En estas últimas vacaciones me vi de repente dentro de un baño (y bañado) de mármol en Lisboa.
No es que haya aparecido súbitamente el baño alrededor mío o yo dentro del baño; lo que pasó es que de pronto me vi rodeado de toda esa piedra y mi percepción sobre su morfología se compuso muy velozmente.
En la casa donde nací y la que mentalmente sigo llamando “mi casa”, había mucho mármol y de distintos tipos: mármol en algunos suelos, mesas de mármol, mesadas de mármol, paredes de mármol, etc.
Esto hace que esté familiarizado con sus patrones, con sus colores. Siempre que veo una superficie de mármol me acerco a ella, a su intemporalidad, y quedo detenido frente a su paralítica elegancia.
El metro de Madrid tiene muchas estaciones revestidas con mármol, y no pocas veces perdí o quise perder trenes sólo para hacerle compañía un rato más.
Pero el día del baño, la masividad de su presencia me llevó un poco más allá.
No era yo frente a la piedra, sino dentro de la piedra (paredes, suelo y techo de mármol me incluían).
Ratifiqué con más intensidad lo que ya pensaba: que el mármol es elegante, que aún plano deja asomarnos a un espacio, que es riguroso, que profesa con clase ese respeto tan mineral, que revela un movimiento tan fluidamente fracturado que detiene a quien pasa a su lado.
Pero lo nuevo de estar dentro de la roca, fue darme cuenta que todos esos espectáculos, todos esos actos de aquella ópera mineral, hubieran seguido ocultos de no ser por aquel que cortó la piedra. Toda superficie pulida de mármol, ha sido durante milenios un espectáculo interior.
Ahí percibí el secreto de esa morfología, hecha por nadie para nadie, violada por alguien para todos. Un danza de vetas paralíticas frotándose, friccionándose con una violencia sobria.
Vi que la violencia podía, como cualquier otra cosa en el universo, encontrar sus formas de elegancia, su gramática, su código.
Cada hoja de mármol es un túnel con alguien dentro (más bien varios), es un ballet congelado, como la inclusión instantánea en acrílico de todo un grupo de bailarinas que quedan a partir de allí, y para siempre, dinámicamente inmóviles.
Imposible borrar la escritura del mármol, puesto que es trazo y papel a la vez.
Imposible abstenerse de percibir su quietud frenética y su fragor helado.
Imposible no agradecer a la Madre Curiosidad la exposición de esa carne interior.
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