el movimiento de la primera cosa
En cierta forma, la cultura se asemeja a una carrera de postas donde generaciones previas entregan todos sus logros a aquellas que las suceden.
Esto lo hacen vía la permanente repetición y circulación de lo objetos culturales: se ven, se escuchan y se aprenden una y otra vez los mismos contenidos en millones de piezas teatrales, del cine, televisivas, literarias, gráficas, plásticas, musicales, interactivas, sociales.
Decimos casi infinitas veces lo mismo, repetimos y copiamos gestos, opinamos lo ya opinado sobre lo ya opinado y soñamos, aspiramos, rechazamos, pensamos e imaginamos lo que otros han pensado e imaginado antes, al mismo tiempo y después que nosotros en innumerables oportunidades.
Todo esto garantiza que sepamos lo que es la primavera, que sepamos qué hacer en un funeral y que sepamos saludar, insultar, transmitir y distinguir.
También la permanente repetición lo que garantiza a lo largo del tiempo -sea como objetivo o como efecto colateral- es la estilización, entendida esta como el alejamiento progresivo respecto de las primeras cosas. Me refiero al alejamiento entre las piezas culturales y aquellas cosas que las motivaron en un principio; de aquellos primeros objetos dinámicos.
Esto es lógico y, en varios aspectos, necesario, ya que no sólo el tiempo transcurrido nos separa cada vez más de los orígenes, por ejemplo del lenguaje hablado, sino que las propias piezas de la cultura se van refuncionalizando paulatinamente atendiendo siempre a la necesidad presente. De esta forma, es como si nuestros signos actuales descansaran sobre otros signos previos, y estos a su vez en otros que los antecedieron y así hasta formar un verdadero y larguísimo linaje de signos, en donde sólo el primero de ellos descansaba sobre una cosa en lugar de hacerlo sobre otro signo.
La pieza cultural presente es más eficiente que sus antepasados -de no serlo en algún aspecto jamás hubiera llegado a su forma actual-, pero en un sentido, más efímera, más voluble, menos física.
El signo excitado por una cosa, producto de la excitación ante alguna cosa, es un objeto pulsante de una vibración onda. El signo devenido de otro signo, posee una vibración mucho más superficial, más cultural.
Es como comparar el grito de terror, de indefensión ante una pantera con el grito de miedo frente a una película de terror; ambos son auténticos, ambos necesarios, pero mientras el primero no tiene límite, el segundo se da siempre dentro de un marco.
El Movimiento de la Primera Cosa propone generar signos conectados a cosas, signos potentes, inspirados en las corrientes salvajes a las que son ellos quienes les ponen nombre, las hacen cognicibles y las meten en la cultura ensanchándola, enriqueciéndola.
Este movimiento representa una especie de contra-estilización, la negación a continuar la progenie de un signo, sea este de la naturaleza que sea.
Para adherir a este movimiento es preciso tocar una pulsión sin nombre y negar todas las herramientas de generación de conocimiento, de producción, de edición y de expresión pre-existentes, ya que la propia metodología elegida puede convertir al signo en descendiente de otro en lugar de primer criatura cultural de un objeto dinámico (es decir, primer signo de una cosa).
El Movimiento de la Primera Cosa nos desafía no sólo a un muy alto nivel creativo -o más precisamente, “imaginativo”-, sino también a un rechazo de la vanidad cultural.
Para inscribir una obra en este movimiento, es preciso imaginar la lengua con la que contar la realidad o el aspecto de esta que motiva el habla y despreciar el código conservadoramente atesorado por la academia y sus expertos; expertos en la repetición de gestos estilizados antes que expertos en las cosas.
Pongamos un ejemplo rápido.
Existe una serie de cuatro óperas compuesta por Richard Wagner, cuyo título es “El anillo del nibelungo”. Wagner compuso este ciclo proponiendo una estructura alternativa a la forma tradicional operística; intentó eliminar el carácter atomizado, sin cohesión entre las partes tradicionales de la ópera valiéndose del “leimotiv” (entendido éste como un motivo temático aglutinante).
Sólo por este hecho -sin necesidad de hablar de técnicas que el autor toma de otros compositores-, su ciclo se basa en obras anteriores: propone no la loza primera de un nuevo camino de expresión de algo, sino un nuevo peldaño en la escalera de la ópera, comenzada mucho antes.
No sólo esto indica que Wagner fue un continuador (aunque su continuación sea innovadora), sino que El anillo del nibelungo está basado en las sagas islandesas; en sí piezas culturales previas.
Son tal vez las propias sagas -o su primera manifestación en el tiempo- las que están conectadas directamente con cosas como la muerte, la identidad, el amor.
Alguien que busque enmarcar una obra en el Movimiento de la Primera Cosa, ante el contacto con una pulsión no cultural -no entendida esta en su sentido más estricto-, digamos por poner un ejemplo, la noción de “ciclo”, de “continuidad” -posible inspiradora de la idea de anillo-, podría, en lugar de producir un ciclo de cuatro films basados en las cuatro óperas de Wagner, diseñar una droga que haga experimentar el tránsito recursivo por varios estados de ánimo que signifiquen el “ciclo de la vida” en un lapso de, digamos, tres horas.
Eso, que ni siquiera sería considerado arte por una abrumadora mayoría, hecho con intención artística, pertenecería a este movimiento: estaría creando un lenguaje con el que decir una cosa.
(este artículo fue publicado por primera vez en la sección Mental Napalm de House of GONG)
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